El sábado asistí a mi segundo espectáculo en era pandémica.
La experiencia de ser parte del público en esta “nueva normalidad” no deja de ser algo extraña y artificial. Y es que, como en todos los demás aspectos de nuestra vida, parece que la espontaneidad ha dejado de ser una opción. Porque, pongamos que consigues diferenciar a alguien que conoces a través del fragmento de cara que le queda libre de mascarilla (si lleva gafas de sol, la cosa se complica). Pongamos que hace tiempo que no le ves, y que, aunque te dan ganas de abrazarle, le ofreces el codo. No ves las sonrisas que te está haciendo, queriendo decir que se alegra de verte aunque sea de esa manera. Le preguntas un qué tal que supones que será contestado con un bien aún sabiendo que bien bien no estamos, pues no nos dejan con esta amenaza constante del miedo al otro. Y, tras este intercambio de levantamiento de cejas te despides, te pones gel hidroalcohólico (por si acaso) y te dices que esperas que la próxima vez que veas a esa persona pueda ser a rostro entero. Adiós espontaneidad, hola extrañeza.
Pues bien, para empezar, cuando reservé mi plaza para el espectáculo me pidieron nombre, apellidos, DNI, teléfono y email. No supe bien por qué. Antes solía preguntar para qué necesitaban mis datos, ahora doy por hecho que será para que en caso de brote blablaba, así que paso por el aro, por el bien de la humanidad.
El mismo día del evento, me llamaron a la hora de la siesta para confirmarme mi plaza (me dijo algo que no entendí del todo: “perteneces al grupo M”, hubiera preferido el A, pero en fin) y aconsejarme que llegara 30 minutos antes por temas de seguridad. Yo, que tiendo a llegar apurada de tiempo a todos lados, me presenté en la puerta como otros tantos media hora antes del comienzo.
Para entrar, había doble o triple control: primero te saludaban, luego te ponías gel, más adelante te cogían los datos y te daban tu fila asignada, y por último una azafata te descifraba lo que significaba M58. Fila M, silla 58. Ahí entendí: lo de “grupo” era un eufemismo, pues mi sitio era una silla solitaria y triste. Y es que sólo faltaban las luces de neón para señalar a las personas que ibamos solas al espectáculo: éramos tristes sillas solas, con grupos de sillas a los lados, sin nadie con quién ni siquiera rozar el codo o intercambiar un comentario. Además, si te pedías una cerveza y te la llevabas a tus silla solitaria, tenías que permanecer con la mascarilla y bajarla sólo para beber un sorbo: dos azafatas se encargaban de controlarlo. La señora que estaba a mi lado (bueno, a 2 ó 3 metros de distancia) tenía las gomas cedidas y se le bajaba todo el rato hasta el bigote. La azafata le tuvo que decir varias veces que por favor se la subiera. Cuando se daba la vuelta, a ratos, me la soltaba para respirar profundo.
A pesar de toda esta situación y despliegue, fue maravilloso volver a ver arte en el precioso edificio de Casa Mediterráneo de Alicante. En este caso fue un espectáculo de circo organizado por la Associació Valenciana de Circ y el IVC para reactivar la cultura en vivo que me emocionó en varias ocasiones. Sobre todo cuando las y los artistas se dirigían al público para decirnos que se alegraban de estar otra vez junt@s. O cuando decían que por favor no les abandonáramos. O cuando, por supuesto, daban vueltas en el trapecio y saltaban en la cama elástica y cantaban ópera y hacían como que se caían. Salí emocionada e inspirada, que es el efecto que tiene sobre mí asistir a espectáculos de artes escénicas. Y también, por qué mentir, harta de la mascarilla, afligida, extrañada.
Cuando estudiaba, un profesor de “Hábitos culturales” nos contó que uno de los principales alicientes para asistir al teatro o al cine (a diferencia de ver una película en tu casa) es ver a gente y ser vista, la interacción social. Me viene a la cabeza la canción de Ovidi Montllor de “Una nit a l’ópera” donde una pareja bien posicionada de la aristocracia catalana llega tarde al teatro y están preocupados porque no les verán:
Joan Anton, vés quina sort.
Encara hi han mirons de cor.
Fixa’t quina colla ens mira.
Pues bien, en esta nueva etapa, esta motivación deja de ser fundamental, ya que con mascarillas y separados, se pierde la magia del encuentro entre el público. Tendremos que acostumbrarnos e intentar suplir estas carencias y otras, como la cercanía con el público que tanto nutre a los artistas, con la alegría de vernos los ojos y escuchar los aplausos. ¡Todavía hay mucho que celebrar!
En definitiva, después de esta perorata de encuentros y desencuentros, mi experiencia fue muy positiva y totalmente segura, pues disfruté del espectáculo y en ningún momento tuve sensación de muchedumbre ni descontrol. Y es que, aunque no ha habido rebrotes en espectáculos culturales, la gente sigue con miedo.
Al salir pensé que nuestra labor principal como público de espectáculos culturales es que los sostengamos. Que dejemos el miedo y nos llenemos de ganas y sigamos yendo al teatro, al cine, a conciertos, a los museos; porque están trabajando duro para que sean seguros y, sobre todo, porque queremos que sigan ahí cuando todo esto acabe.